La tarde en que Lucía fue encontrada, los médicos devolvieron a Clara una bolsa plástica con las pertenencias que traía su hija. Había ropa húmeda, un brazalete de tela con el nombre del Club Náutico, un par de pendientes rotos… y nada más.
—¿El teléfono? —preguntó Clara, revisando con los dedos entumecidos.
—No lo traía consigo —respondió una enfermera—. Tal vez lo perdió en la playa.
Pero Clara sabía que Lucía nunca salía sin su teléfono. Lo tenía casi pegado a la mano. Además, las marcas de sol en sus muslos delineaban con precisión el rectángulo de su celular, como si lo hubiera llevado en el bolsillo hasta poco antes.
Entonces, ¿dónde estaba?
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Pasaron tres días.
Lucía seguía inconsciente. Su cuerpo reaccionaba a ciertos estímulos, pero no despertaba. Los médicos hablaban de un "estado de somnolencia inducida", de "respuesta postraumática", pero Clara solo oía una cosa: **algo la hizo apagarse**.
Una mañana, Clara decidió buscar en casa. Había algo que no cuadraba.
Entró al cuarto de su hija y lo recorrió como si fuera una escena del crimen. Todo estaba ordenado, demasiado. La cama hecha, los libros alineados, los pósters sin arrugas. Abrió cajones, levantó almohadas, buscó entre la ropa.
Fue al clóset.
Nada.
Se sentó en el suelo, vencida. Miró alrededor y notó algo raro: la mochila negra que Lucía usaba todos los días no estaba en su escritorio, donde siempre la dejaba. Se arrastró hacia la cama y, al agacharse, la vio: empujada al fondo, bajo el somier.
La sacó con dificultad. El cierre estaba atascado con arena.
Cuando logró abrirla, encontró el teléfono. Entero, sin daños visibles.
Clara se quedó mirándolo un momento antes de encenderlo. La pantalla tardó más de lo normal en iluminarse. Casi como si supiera que iba a revelar algo importante.
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Contraseña.
Clara se quedó en blanco. Probó con el cumpleaños de Lucía. Luego con el nombre del perro que tenían cuando era niña. Nada.
Se frotó la frente, respiró profundo, y dijo en voz baja:
—Vamos, mi amor… ¿qué pondrías tú?
Probó con "freedom" en inglés. Luego "abril". Nada.
Finalmente escribió “León17”, el nombre de la banda favorita de su hija y la edad que acababa de cumplir.
La pantalla se desbloqueó.
El primer instinto de Clara fue revisar los mensajes. Había muchos vacíos. Algunas conversaciones estaban cortadas, otras claramente borradas. Pero uno llamó su atención: una notificación incompleta en la pantalla de bloqueo, como si fuera un mensaje no leído que no se llegó a eliminar del todo.
"Te paso la ubicación. Ven sola."
Era de un número sin nombre. Solo aparecía un emoji de una copa de vino y un pin de ubicación.
Clara tocó el enlace. El GPS se activó.
El lugar: **una casa de campo cerca del acantilado**, a las afueras del pueblo. Clara reconoció la dirección. Era la vieja casa de los Gutiérrez.
La fiesta había sido allí.
Su respiración se volvió pesada. Sabía que Lucía **no le había dicho que iría** a esa fiesta. Le había dicho que dormiría en casa de su amiga Sol.
—¿Por qué mentiste, Lucía? —susurró.
Y entonces lo entendió.
No fue un accidente.
Lucía no se "perdió" en la playa.
Fue llevada allí.
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Esa misma tarde, Clara condujo hasta la zona del acantilado. La casa de campo de los Gutiérrez era grande, cerrada con portón automático y rodeada por muros de piedra. No se veían autos, ni luces. Pero al acercarse, Clara vio algo brillante en la cuneta.
Detuvo el coche, bajó y se acercó.
Era un brazalete igual al que habían devuelto en la bolsa del hospital… pero este tenía una pequeña mancha oscura, casi negra, en el borde interior. Lo tocó con cuidado. Sangre seca.
Junto al brazalete, entre la maleza, encontró una botella de vodka tirada y lo que parecía ser el fragmento de un lente de contacto.
Clara se arrodilló. Algo en ese suelo olía a desastre. No solo por el alcohol, sino por el aire mismo. **Allí había pasado algo que querían enterrar**.
Se puso de pie, sacó fotos con el celular, guardó el brazalete en una bolsa de plástico y se marchó.
En su camino de regreso, notó algo aún más inquietante: un coche blanco la seguía a distancia. No demasiado cerca como para ser evidente, pero tampoco lo suficiente como para parecer casual.
Durante quince minutos, tomó desvíos, fingió errores de camino.
El coche la seguía.
Hasta que, finalmente, Clara se detuvo bruscamente en una estación de servicio. Salió del auto con decisión, sacó su teléfono, y apuntó la cámara hacia el coche.
El coche frenó, dio la vuelta y desapareció sin dejar rastro.
Clara bajó el brazo. No había alcanzado a tomar la foto.
Pero ya no le quedaban dudas: **alguien la estaba vigilando**.
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Esa noche, de vuelta en el hospital, se sentó otra vez junto a su hija. La miró dormir y le tomó la mano.
—Lucía… no sé qué pasó esa noche. Pero voy a encontrar la verdad. Aunque me cueste todo.
Y en su mente, la imagen de los cinco nombres volvió a aparecer. Pero esta vez, junto a un nuevo pensamiento:
**¿Quién grabó lo que pasó? Porque alguien lo grabó.**
Y cuando Clara descubriera quién, no iba a callarse.