Mi nombre es Mariana, y soy maestra. No una "seño" que pasa el tiempo dibujando con crayones o cantando canciones, como muchos todavía quieren creer. Soy una profesional de la educación que se ha formado, que se sigue capacitando y que, a pesar de todo, sigue apostando por una vocación que hoy está siendo sistemáticamente castigada, despreciada y ninguneada.
Estoy cansada. Pero más que cansada, estoy enojada. Enojada por los sueldos miserables que no alcanzan para vivir, por las condiciones laborales cada vez más precarias, por tener que ser psicóloga, madre, enfermera, trabajadora social y contención emocional de chicos que cargan con el abandono de un sistema que también los está dejando atrás.
Estoy harta de los discursos que nos responsabilizan por los problemas estructurales de la educación. Harta de los funcionarios que jamás pisaron un aula y se atreven a opinar sobre cómo debemos enseñar. Harta de la violencia —física, simbólica y económica— que sufrimos los docentes todos los días, dentro y fuera de las escuelas.
¿Hasta cuándo vamos a tener que soportar que nos paguen con aplausos, con discursos vacíos sobre la "importancia de la educación", pero sin presupuesto, sin recursos y sin respeto?
Nos exigen todo, pero nos dan nada. No hay inversión real en infraestructura, los comedores escolares se caen a pedazos, las escuelas tienen techos que gotean, pizarrones rotos, y aún así seguimos enseñando, poniendo el cuerpo, sacando de nuestro bolsillo para comprar materiales, para garantizar que el aprendizaje no se detenga. ¿Y a cambio qué recibimos? Desprecio. Silencio. Ajuste.
No pedimos privilegios. Pedimos derechos. Pedimos vivir con dignidad, como cualquier otro trabajador. Pedimos que se entienda de una vez por todas que sin docentes no hay futuro.
Hoy hablo desde la bronca, sí. Pero también desde el amor profundo que siento por lo que hago. Porque sigo creyendo en la educación, aunque este país nos dé la espalda.
Mariana
Docente argentina