En tiempos de incertidumbre política y polarización creciente, hablar de democracia no es un acto trivial. Muy por el contrario, es una necesidad urgente. La democracia no es una herencia asegurada ni un sistema infalible: es una construcción diaria, frágil y perfectible, que exige compromiso, vigilancia y participación activa de toda la ciudadanía.
Vivimos en una época donde los discursos autoritarios ganan terreno disfrazados de soluciones rápidas. Se agita el miedo para justificar el debilitamiento de las instituciones, se banalizan las normas y se pone en duda el valor del disenso. Algunos se preguntan si la democracia aún es el mejor camino. La respuesta, con sus luces y sombras, sigue siendo sí. Porque no hay libertad sin democracia, y no hay justicia duradera sin participación plural y transparente.
Cuidar la democracia implica más que votar cada ciertos años. Implica educarse políticamente, exigir rendición de cuentas, respetar las reglas del juego y entender que la legitimidad de las decisiones públicas se construye en el diálogo, no en la imposición. También significa defender la libertad de prensa, la independencia judicial y la integridad de los procesos electorales.
Pero el cuidado democrático también es cotidiano: se expresa en cómo escuchamos a quien piensa distinto, en cómo enfrentamos las noticias falsas, y en cómo participamos —o nos ausentamos— de los espacios cívicos. La indiferencia es el mejor aliado del autoritarismo. El desencanto, aunque comprensible, no puede transformarse en renuncia.
La historia nos ha enseñado que las democracias pueden morir, incluso en nombre del pueblo. Por eso, cada generación tiene el deber de custodiarla. Y ese deber no es sólo de los gobiernos, sino de cada ciudadano.
Cuidar la democracia es, hoy más que nunca, un acto de responsabilidad colectiva.