WebNovela: La Flor Rota Capítulo 2: Los Chicos del Club


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“Los hechos y/o personajes de la siguiente historia son ficticios,
cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia.”
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La casa de los Diego era un caserón antiguo con vista al mar, rodeado de cipreses y una verja de hierro negro. Se decía en el pueblo que había pertenecido a un contrabandista en los años treinta, aunque ahora era símbolo de éxito y estatus. Allí se celebraban las fiestas de los hijos de las familias "intocables".

La noche anterior a que encontraran a Lucía en la playa, hubo una fiesta allí.

No una fiesta cualquiera. Una de esas en las que se bebe más de lo que se puede pagar, se fuma lo que no se debe mencionar, y se cruzan límites invisibles porque todo el mundo sabe que nadie va a pagar por cruzarlos.

Esa noche, en esa casa, estaban cinco chicos:

### Diego 

El anfitrión. Hijo del presidente del Club Náutico y sobrino del alcalde. Altanero, carismático, siempre rodeado de gente. Desde pequeño supo que podía hacer lo que quisiera y que su apellido lo protegería.

### Martín 

El estratega. Hijo del juez del distrito. Inteligente, frío. El tipo que no se emborracha en las fiestas, pero organiza las que nadie olvida. Solía sacar las mejores notas del curso y escribir ensayos brillantes sobre ética mientras se reía por dentro.

### Iván 

El inseguro. Hijo del director del hospital. Quería agradar, encajar. A veces parecía incómodo en ese grupo, pero jamás se atrevía a salir de él. Lucía fue su amiga de la infancia, pero esa noche, como muchas otras, prefirió no mirar demasiado.

### Samuel 

El bruto. Hijo del jefe de policía. Grande, fuerte, impulsivo. Tenía fama de meterse en peleas, de golpear primero y pensar después. Si alguien decía algo contra sus amigos, él lo "arreglaba".

### Lucas 

El invisible. Hijo de un empresario hotelero, callado, siempre a la sombra de los demás. Nunca lideraba, pero tampoco se oponía. Era el que grababa con el móvil, el que difundía los rumores. El que hacía daño sin ensuciarse las manos.

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—¿Todos tienen la misma versión? —preguntó Samuel padre, el jefe de policía, aquella mañana, en una reunión informal en su casa.

Estaban los cinco padres reunidos en la terraza. Café en la mesa, cigarrillos encendidos, y una tensión espesa en el aire. No había una denuncia formal aún, pero todos sabían lo que estaba en juego.

—Sí —respondió el juez  —. “Lucía se emborrachó, se fue sola. Nadie vio nada más.” Fin del relato. Todos lo dicen igual.

—¿Y el teléfono de alguno tiene algo?

—Ya los revisamos. Nada comprometedor. Todo fue borrado anoche.

—¿Y si la madre insiste?

—Clara Romero es una mujer sola, sin influencia. Maestra de secundaria, viuda. Muy querida, sí, pero… ¿quién le va a creer si no hay pruebas?

—Además, si hacemos escándalo, le arruinamos la vida a nuestros hijos por un error.

—¿Error? —dijo el padre de Iván, con la voz un poco más baja—. ¿Y si no fue un error?

Hubo un silencio incómodo.

El juez Suárez lo miró fijamente.

—¿Tu hijo dijo algo?

—No. Solo… está raro. No quiere hablar. Vomitó esta mañana. No sé. Quizá solo está nervioso. Lo normal después de una noche así.

El alcalde, que hasta entonces no había dicho una palabra, se puso de pie.

—No hay pruebas. No hay denuncia. Ni una foto. Ni un video. Si todos mantienen la versión, esto desaparece. Entienden, ¿no?

Todos asintieron.

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Iván  se encerró en su cuarto esa tarde. Se tumbó en la cama, miró el techo y trató de no pensar. Pero el recuerdo le venía una y otra vez, como una pesadilla sin fin.

**Lucía, inconsciente en el sofá.**

**Las risas. El olor a alcohol y marihuana. Las manos que no eran las suyas.**

Y él. **Quieto. Mirando. Sin hacer nada.**

Intentó justificarlo. Pensó: "Yo no participé". Pensó: "Yo solo estaba allí". Pero en el fondo sabía que eso no lo salvaba.

Fue cómplice. Por cobarde.

Y ahora, todo el mundo callaba.

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Esa noche, Clara se sentó junto a la cama de su hija en el hospital. Lucía seguía dormida. El médico le había dicho que era cuestión de tiempo para que despertara, pero nadie sabía cuánto.

Clara ya había recibido la visita de dos personas “amables” que le aconsejaron no hacer conjeturas, no "revolver las aguas".

—Los jóvenes cometen errores, profesora —le había dicho uno de ellos—. Lo mejor es dejar que esto pase. Su hija estará bien.

Clara los había echado de la habitación sin levantar la voz. Pero por dentro ardía.

No sabía qué había pasado exactamente esa noche. No tenía pruebas.

Pero conocía a su hija. Conocía su cuerpo, su forma de caminar, de reír. Y sabía que **alguien había apagado algo en ella**.

Y mientras todo el pueblo fingía no ver, Clara comenzaba a entender que la verdad no se buscaba con ayuda. Se arrancaba.

Con uñas, con sangre, con dolor.

Y que si tenía que enfrentarse sola a todos, lo haría.

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