Hoy, no escribo con ligereza ni con ánimo de sembrar temor, sino con la urgencia de quien observa cómo se disuelven, día tras día, los pilares sobre los que construimos nuestra convivencia. Hemos sido testigos —algunos con asombro, otros con resignación— de un proceso que ha dejado de ser silencioso: nuestra democracia se está desmoronando, y lo que se erige en su lugar es una autocracia disfrazada de legalidad.
No se trata ya de advertencias o especulaciones. La concentración del poder en una sola figura o grupo, la anulación de los contrapesos institucionales, la represión del disenso y la manipulación de la información no son síntomas pasajeros: son señales claras de un régimen que ha dejado atrás el respeto por la voluntad popular.
¿Dónde quedó la participación ciudadana? ¿Dónde quedaron los jueces independientes, el periodismo libre, el derecho a protestar, a disentir, a elegir? Nos están despojando del poder que nos pertenece como pueblo, y lo hacen mientras nos distraen con discursos de unidad vacíos y promesas que solo benefician a unos pocos.
Esto que vivimos ya no es una democracia: es una autocracia. Y no debemos callar.
La historia nos ha enseñado que cuando los pueblos se resignan, la opresión se afianza. Pero también nos ha demostrado que cuando la gente se une, resiste y actúa, los regímenes autoritarios caen. Esta carta es una invitación, un llamado a despertar, a organizarnos, a defender lo que aún podemos salvar.
Porque si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará por nosotros.
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